lunes, 25 de junio de 2012

Después de muuuuucho tiempo me he animado y lo he retomado. Nos hemos finiquitado otro capitulo. A ver si aprovechamos la vena creativa.

domingo, 18 de diciembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC VI (FINAL)

El casco empezó a cocerme la cabeza, me lo quité y el viento refrescó mi cara. Miré a mi alrededor, veía a cámara lenta a mis hombres sostener sus escudos con fiereza, empujar y sostener a sus compañeros de delante frente a las acometidas del enemigo. Su ánimo no parecía decaer, aún así, en sus rostros cubiertos de polvo y sudor se reflejaba el cansancio acumulado de varias horas de lucha. Miré al horizonte y pude observar aquel torreón de madera, desde donde los estrategas imperiales diseñaban un nuevo ataque contra mi ejército, mientras, estaba convencido que disfrutaban de aperitivos y bebidas frescas. Con este pensamiento fui consciente de la sequedad de mi garganta y del dolor de mis músculos. Arrojé el casco y mi martillo al suelo y agarré una espada y el escudo de un cadáver. Corrí nuevamente hasta la primera línea y uní mi escudo con el de mis hombres. Si debía morir, moriría empujando junto con mis hermanos. Durante un buen rato conseguimos mantener la formación, pero poco a poco íbamos retrocediendo. No veía nada a mi alrededor, sólo los cuerpos de los hombres que tenía cerca. Entre las rendijas de los escudos observaba los ojillos desorbitados de algún enemigo. Lanzaba estocadas entre las piernas, aunque rara vez enganchaban carne. Nuestras fuerzas estaban menguando y no aguantaríamos mucho rato. En medio de aquel calor asfixiante un cuerno resonó en toda la llanura. No se trataba de un cuerno de Jorne si no de una tromba imperial. Temí lo peor, nuevas tropas liberadas del asedio de Liria se unirían para refrescar su ataque. Sin embargo, el sonido transmitía miedo y urgencia. Poco a poco empezó a correr el rumor que el enemigo huía y en menos de una hora se había deshecho el muro de escudos imperial y sus tropas retrocedían ante nuestra estupefacta mirada. Di orden de que nuestra caballería bajara de la colina para hostigarlos y darnos el suficiente tiempo para retroceder y reorganizarnos. Tenía que descubrir que diablos estaba ocurriendo. Subí a un caballo y cabalgué colina arriba hasta un pequeño risco que me permitió observar otro combate que se estaba desarrollando en el campamento enemigo. La torre donde se encontraban los comandantes imperiales estaba rodeada por una caballería que hondeaba la enseña de Tucc. Los combates duraron apenas una hora más. Todo se acabó al atardecer cuando una marcha militar indicó la rendición del ejército del Septarca.
Acabada la batalla me enteré que las tropas de Tucc habían atravesado el Sibris por un puente construido con barcas de pescadores y había permanecido en un bosque cercano por orden de su señor. Pretendían ver hacía que lado se decantaba la batalla antes de intervenir. Sin embargo, Ausias, el hijo mayor de Pannias, desobedeciendo las órdenes de su padre, lanzó a sus soldados contra la retaguardia imperial al ver que los mariscales enviaban a toda su infantería contra nuestro muro de escudos. Destrozó a sus arqueros en minutos y sitió con sus hombres la torre donde el mismísimo príncipe dirigía la batalla. La guardia imperial, formada por quinientos hombres, apenas pudo mantener el ataque frente a mil quinientos caballeros y más de cuatro mil hombres de armas, viéndose obligada a rendirse para no acabar todos quemados en el interior del castillete.
Al ver esta situación, y temiendo por sus pagas, los mercenarios que asediaban Liria depusieron sus armas y la caballería tuvo que volver inmediatamente al centro de la batalla. Liberando a las tropas del castillo que se unieron nuevamente al combate. Poco más pudieron hacer los ejércitos imperiales, rodeados, exhaustos, maltrechos, con más de la mitad de sus efectivos caídos y con sus líderes capturados por el enemigo. Se decretó una tregua antes de firmar la capitulación.
Había sido un día largo. Una victoria que recordarían las siguientes generaciones durante siglos. Esa misma noche subí al lugar donde había observado el campo de batalla la anterior madrugada. Escuche los gemidos de los moribundos, las llamadas de aquellos que buscaban a sus familiares entre los heridos y los sacerdotes pidiendo a las Lunas por el perdón de tantas almas. El viento que por la mañana nos había salvado de las flechas imperiales ahora me traía el desagradable olor a muerte. El lúgubre olor de la libertad. A pesar de ello, la noche era fresca y apacible.

domingo, 27 de noviembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC V

El muro de escudos imperial era mayor y más consistente que el nuestro. Cuando los escudos se juntaron, resonaron casi al unísono. Madera contra madera. Nosotros teníamos unas tres o cuatro líneas de refuerzo, mientras el suyo tenía casi el doble. Ambos muros se encararon durante unos segundos en silencio hasta que empecé a gritar que los matáramos, que los matáramos a todos. Mis hombres dieron un paso adelante. Los escudos chocaron con estrépito y empezaron los insultos y las maldiciones. La guerra era muy distinta a como se contaba en las tabernas. No existían los duelos caballerescos y los combates singulares. Solamente hombres empujando hacía el frente sus escudos mientras que sus compañeros lanzaban cuchilladas con espadas cortas o arrojaban lanzas desde atrás. “Destrozad a esos salvajes malolientes” gritaba un oficial imperial antes de que mi martillo le chafara la cabeza como una fruta madura. Un veterano barbudo trató de aprovechar el movimiento para clavarme una espada pero un soldado de mi guardia desvió el ataque con su arma y otro de mis hombres le amputó la mano de un solo tajo. Ordené a los hombres que tenía más cerca que dieran un paso atrás, los enemigos de enfrente perdieron el equilibrio y aproveché para lanzar un martillazo de arriba hacía abajo que destrozó a otros tres soldados. Apenas un segundo después volvía a estar protegido por el muro. La batalla parecía estancada, algunos gritos se entremezclaban entre los golpes de madera y metal. Cuando un hombre recibía una cuchillada, otro apoyaba su escudo inmediatamente antes de que cayera al suelo. Allí, si tenías suerte, eras arrastrado hacía atrás por los compañeros, si no, morías pisoteado. El campo se había convertido en un cenagal de sangre y muerte. Observé que se iban uniendo más y más hombres al muro enemigo y nosotros ya habíamos usado a casi todos nuestros refuerzos. En la colina quedaban los arqueros que no podían actuar con nuestros hombres desplegados en el campo de batalla y apenas servirían para el muro. Nuestra exigua caballería tampoco sería útil salvo que desmontase. Y los civiles que ayudaban a retirar a los heridos, éstos huirían a las montañas en caso de derrota. Llamé a uno de mis oficiales y le ordené que iniciara una de las pocas cartas que me quedaban escondidas para aflojar la tenaza imperial. Uno de los abanderados levantó un pendón triangular en el cual hondeaba el rostro rabioso de un lobo. Un aullido estremecedor resonó a nuestras espaldas y como si de un torbellino se tratase aparecieron un centenar de perros de guerra lanzándose al ataque desde la colina. La noche anterior todos nos habíamos embadurnado con grasa de uro. Los perros habían sido entrenados para atacar a todo aquel que no desprendiera aquel desagradable olor. Las fieras, más lobos que perros, se introdujeron entre nuestras líneas y atravesaron el muro de escudos enemigo con una agilidad sorprendente. Los soldados imperiales no sabían lo que tenían entre las piernas hasta que les desgarraban los tobillos y al caer les destrozaban el pescuezo de una dentellada. En unos segundos habían acabado con un hombre y se lanzaban contra su siguiente víctima. El enemigo empezó a deshacerse por el pánico quedando sus cadáveres en el suelo con rostros agónicos de terror. Cada vez que el muro imperial se deshacía, un grupo de mis hombres se introducía en él como un tentáculo en busca de su presa. Cada una de nuestras dentelladas acababa con decenas de sus hombres. Cada vez más, a los sargentos imperiales les costaba mantener la posición de sus hombres. Las bajas estaban siendo cuantiosas, así que los mariscales decidieron enviar al resto de su infantería. En su campamento apenas quedaban los arqueros, la guardia imperial y lo sirvientes. Era el todo por el todo. Las tropas imperiales volvieron a formar un nuevo muro de escudos pero esta vez nuestros hombres estaban exhaustos. Tras varias horas de lucha sin descanso, con los cuerpos cubiertos de sangre y barro, las espadas y los escudos pensaban tanto que costaba mantenerlos en alto. Mis exploradores me habían informado del ataque fallido de la caballería y del asedio que estaban realizando al castillo de Liria. No podíamos esperar ningún refuerzo más y los hombres que formaban delante nuestra estaban frescos. Aquella oleada parecía no cesar. Era como una plaga de langostas que acabaría devorándonos a su paso. Los imperiales empezaron a acabar con los perros de guerra y como una poción curativa que los sacara de un trance dejaron de temerlos en cuanto vieron a los primeros retorcerse y gemir bajo sus espadazos. 

domingo, 23 de octubre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC IV

La caballería encaró el camino a Cauc en lo que asemejaba a un desfile. Sus órdenes era tomar la ciudad si no separábamos nuestras fuerzas. No esperaban apenas resistencia. Al norte, a menos de un tiro de piedra del camino, los caballeros observaban a nuestros defensores del castillo de Liria, contemplándolos impotentes. Apenas eran quinientos, quizás seiscientos hombres. Poco tenían que hacer contra diez mil caballeros completamente pertrechados con armaduras compactas y lanzas de acero. Un jinete se levantó sobre su caballo para realizar un gesto de burla en el preciso instante en el que una flecha se le clavó en la axila que había dejado al descubierto. El soldado se desplomó contra el suelo ante la atónita mirada de sus compañeros. Como si se tratara de un resorte, todos ellos levantaron la vista hacía el horizonte y observaron en medio del camino a un imponente ejercito de infantes que vestían con mallas. Los oficiales empezaron a gritar frenéticamente a sus segundos y los caballos empezaron a apiñarse para iniciar un ataque. No se explicaban de dónde habían salido aquellos hombres de armas. Ninguno de sus exploradores había detectado que las tropas de la colina hubieran movido sus posiciones. Es más, al otro lado de la colina la lucha estaba siendo encarnizada según informaban los mensajeros. Aun así, poco pareció importarles, ningún hombre a pie era capaz de parar una embestida de caballería pesada. Los trompetas lanzaron al aire sus notas de guerra y las primeras líneas empezaron a acelerar. Los caballos jadeaban excitados al ser espoleados y los caballeros bajaron las viseras de sus yelmos. El secreto de una carga efectiva residía en permanecer lo más cerca posible de tu compañero sin romper la formación. Se decía que tenías que estar más unido al caballo de al lado que a tu madre en el día de tu alumbramiento. Los caballeros bajaron las lanzas. La velocidad del ataque se incrementaba por segundos y los jinetes empezaban a vislumbrar los rasgos atemorizados de aquellos hombres. De repente, la formación se rompió. Los caballos introdujeron sus patas en cientos de hoyos que habían sido cavados en el suelo. Sus patas se quebraron y los caballeros salieron volando por los aires para romperse la mayor parte de sus huesos al chocar contra el suelo. Pocos se levantaban tras el golpe y los que lo conseguían eran embestidos brutalmente por los caballos que continuaban galopando. La primera línea de ataque estaba completamente deshecha. Nuestros hombres aprovecharon para avanzar armados con enormes alabardas y espadas de dos manos, embistiendo contra los caballeros. Los hombres de armas rodeaban a los caballos que quedaban aislados y acababan a lanzazos con las pobres bestias. Una vez en el suelo, los jinetes eran acuchillados sin piedad. La segunda fila de caballeros tampoco pudo evitar el campo de agujeros e iban bordeando y saltando por encima de caballos y hombres agonizantes. La formación también se rompió, pero consiguió entretener a la infantería el suficiente tiempo para que el resto de la caballería los flanqueara y formaran ordenadamente frente a los infantes, que continuaban enzarzados en pleno combate. Las trompetas sonaron nuevamente y dos nuevas líneas de lanceros espolearon sus monturas con sed de venganza. Esta vez, nuestra infantería no pudo hacer nada y tuvo que retirarse en desbandada camino del castillo. Los caballeros los persiguieron ejecutándolos hasta que llegaron a una distancia de tiro de la artillería apostada en la fortaleza. Recibieron órdenes de los mariscales de interrumpir la marcha hacia Cauc y sitiar el castillo con el refuerzo de varias compañías de mercenarios. No querían tener a sus espaldas a dos o tres mil hombres que pudieran entorpecer sus futuras redes de abastecimiento. Tenían que expulsarlos del castillo a toda costa. A pesar de la masacre y la gran pérdida de vidas, nuestra estrategia había tenido éxito, la caballería había sufrido muchas pérdidas y se había desbaratado su ataque. Ahora se enfrascarían en un inútil asedio, mientras que la batalla se decidiría al otro lado de la colina

martes, 11 de octubre de 2011

GEOGRAFIA: LA CIUDAD DE LOS MENDIGOS DE URCIS

Desde siempre estoy en las calles. Con tres años me quedé huérfano por lo que tampoco guardo ningún recuerdo de mis padres. Sin embargo, atesoro en mi memoria las palizas que me daba el cabrón de mi tío cuando no hacía sus recados (o cuando no me estaba magreando). Lo maté con seis años. Le clavé un puñal en el cuello mientras dormía, su sangre manó a borbotones salpicándome toda la cara. Todavía noto la calidez de su sangre sobre mi piel. Después de esto huí de allí, mis primos me buscaban para mandarme ejecutar, o quizás simplemente para acabar conmigo. ¿Quién hubiera buscado el cadáver de un huérfano de seis años? Salí de allí corriendo y no paré hasta que me desplomé en el suelo de puro agotamiento. Me levanté en mitad de la noche en la orilla del Briga. Tenía la garganta completamente seca así que instintivamente eché un trago de agua. Vomité, en aquellos días no sabía la podredumbre que arrastraba el cauce del río, por eso sus aguas bajan rojas como la sangre. Los siguientes días anduve medio perdido entre las calles de la Ciudad de los Mendigos. Comía de la basura que inundaba sus callejones. Hay autenticas montañas levantadas solo con desechos. Me recogió una muchacha vestida con harapos cuando paseaba semiinconsciente entre los escombros. Era una buscadora de una fraternidad. Su trabajo consistía en observar y encontrar cualquier persona, animal o cosa que pudiera ser útil para su fraternidad. A partir de ese día mi vida ha tenido como epicentro la Ciudad de los Mendigos. Mis primeros años los pasé rebuscando escoria en las orillas del Briga. Es una actividad muy lucrativa, cientos de personas se congregan diariamente en su desembocadura para rebuscar entre los restos  que trae la corriente. Si no conseguías cada día un cubo lleno de metal te ganabas una paliza de muerte. Acababas con las manos llenas de callos y ensangrentadas de tanto rebuscar entre el fondo pedregoso del río. En muchos casos los cortes se infectaban y en menos de una semana te entraba el tembleque. El cuerpo se contorsionaba brutalmente, las fiebres hervían tu cabeza y no podías comer. Cuando te entraba el tembleque sabias que tu destino era convertirte en comida para los cerdos. La Ciudad de los Mendigos es brutal y salvaje. Sólo sobreviven los más fuertes (o los más listos). La ciudad es autosuficiente y no necesita nada del exterior. Surgió como unas cabañas dispersas que se construían los mendigos a las afueras de Urcis. Nadie los quería cerca y el único sitio que les quedaba para vivir era en esta orilla de la laguna. Las casuchas fueron aumentando hasta que se convirtió en el barrio más populoso de la ciudad. Entonces llegaron las fraternidades, nadie muy bien cuál fue su origen, pero lo cierto es que se adueñaron de la Ciudad y sus calles. Las cabañas empezaron a dar paso a construcciones más grandes. A día de hoy, sobre las casas destartaladas de los mendigos, las fraternidades han levantado auténticos castillos y palacios. Lo se, yo gané el mejor de ellos y quemé un par propiedad de mis enemigos. A sus pies se encuentra todo un laberíntico entramado de callejones.  Casas construidas con cualquier material imaginable, restos de barcos, piedras apiladas, planchas metálicas, paja mezclada con barro y excrementos, cualquier cosa es buena para poner sobre tu cabeza un techo. Y bajo ellas el subsuelo, otra ciudad bajo la Ciudad de los Mendigos, mucho más terrorífica y peligrosa. Entre las calles de nuestro distinguido barrio puedes encontrar cualquier mercancía por la que se esté dispuesto a pagar o matar. Beleño o Llorona para colocarse, pimienta de Teras o lirios de contrabando, pequeños saurios para peleas clandestinas, armas de todo tipo, lagartos de cualquier edad y raza…Es divertido cruzarse entre las calles personajes cubiertos por completo con sus capas oscuras, pensando que con la seda negra y el perfume van a evitar no ser descubiertos por mendigos y maleantes. Nobles de todo tipo se adentran a disfrutar de los placeres más prohibidos dentro de nuestro selecto barrio. He mandado secuestrar a más de uno para cobrar un suculento rescate, o para hacerle comprender que los negocios se hacen con nuestra fraternidad y no con las rivales. Pero en fin, así son los negocios y en mi casa se debe mostrar respeto. Hay que tener en cuenta que a pesar de sus sombras, su sangre y su dolor, este es  mi verdadero hogar.   


Rato,   regente de la fraternidad  azul.

lunes, 26 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC III

Su infantería se alineó en el camino que llevaba a Cauc. Frente a ellos solamente había unos campos de cebada y la subida a la colina. Sus gallardetes ondeaban majestuosamente al viento y sus cotas de malla brillaban con intensidad por el sol. Los arqueros se encontraban en retaguardia. Mientras, la caballería formó un frente de batalla compacto que tenía la orden de avanzar hacia la ciudad. Su caballería pesada era majestuosa y temible. Los caballos estaban cubiertos de gualdrapas metálicas sin ningún tipo de adorno superfluo y habían sido entrenados para convertirse en un arma más del caballero. Morderían y cocearían a cualquier enemigo que estuviese a su alcance.
Al contrario de nuestras tropas, se desplazaban en completo silencio y con una marcialidad que envidiaría cualquier caudillo. Tenían el ánimo por las nubes. En mil años ningún ejército había derrotado en batalla campal a las tropas de ningún emperador.
Desde la colina pude observar como sus arqueros avanzaron entre la formación de hombres de armas y se pusieron en primera línea. Tensaron las cuerdas, levantaron los arcos y lanzaron una primera andanada de flechas. El viento de levante que soplaba aquella mañana pareció arreciar a nuestro favor y agitó las flechas en el aire como si se trataran de las delicadas ramas de un arbusto. Parecía que las Lunas nos favorecerían en la batalla. Una nueva descarga y las flechas volvieron a quedarse a medio camino ante los golpes de las rachas de viento.
Mis tropas estallaron en una sonora carcajada y empezaron a increpar y a burlarse del enemigo. Dudo que ninguno de los insultos llegara a sus oídos. La única respuesta fue la orden del oficial imperial de desistir en la táctica, retirando a sus arqueros para no desperdiciar más flechas. Los trompetas tocaron avance de infantería. Mientras, la caballería se había perdido de mi vista. Habían cruzado las columnas de Zallet, marchando camino de Cauc. Esperaba su reacción ante la sorpresa que le aguardaba en el camino.
Los hombres de armas avanzaban pausadamente, sin prisas, sin carreras alocadas en pos de la gloria. Era un ejército ordenado y disciplinado. Cada hombre estaba situado como una pieza de un tablero de ajedrez, avanzando al ritmo que marcaban sus tambores. Atravesaron el camino de adoquín y se adentraron en las tierras de cultivo. Durante varios días había ordenado inundarlas para convertirlas en un barrizal. Los hombres, enfundados en sus pesadas mallas, se fueron introduciendo tranquilamente en aquellos campos de barro. No se habían dado cuenta, pero cuando llevaran apenas media hora con aquel lodo pegado en sus botas, les pesaría como si se tratase de una losa de piedra agarrada a sus cuerpos. A pesar de ello continuaban avanzando con la seguridad que les daba creerse invencibles. Nuestros escasos arqueros dispararon un par de descargas con sus arcos, pero se cobraban pocas víctimas debido a lo exiguo de su número. No teníamos los suficientes arcos como para barrer el frente de su formación. Pese a ello se lanzaron tres andanadas más antes de que iniciáramos la carga colina abajo.
Agarré con fuerza mi martillo de guerra y con un grito rabioso empecé a descender contra el enemigo en una carrera desenfrenada. Los imperiales no se inmutaron. Eran soldados profesionales. Los oficiales dieron orden de formar un muro de escudos y fue en este momento en el cual detectaron la artimaña, se encontraban cubiertos de barro y los hombres no podían formar el gran muro de escudos que habían ordenado. Sus movimientos eran muy lentos y pesados. Sin embargo, los oficiales no se dejaron llevar por el desconcierto y ordenaron la formación de varios muros entre las compañías que se encontraban más cercanas entre sí. Esto les confirió mayor debilidad al disminuir el número de hombres en cada formación. El choque entre ambos ejércitos fue brutal. Resonó en todo el valle como un gran trueno, incluso la tierra tembló bajo nuestros pies.
Agarré con las dos manos mi martillo y cargué con él como si se tratase de un ariete. Rompí un muro de escudos gracias a que todavía eran pocos los soldados que se habían apiñado para hacerme frente. Aprovechando el desconcierto, empecé a balancear con movimientos semicirculares mi arma, destrocé la cabeza de un lancero y con la fuerza del rebote golpeé el pecho de un muchacho rubio que se acercaba a mí con un garrote. Mis soldados, empuñando espadas cortas, rodelas y coletos de cuero se movían ágilmente entre las tropas del Septarca. Soltaban tajos a diestro y siniestro, entre las protecciones de sus cotas de malla. A mis pies, se encontraba un soldado con los tobillos cortados, al cual rematé con una patada que le destrozó la mandíbula. A pesar de llevar más de treinta kilos de metal, me movía con la suavidad de un águila mecida por el aire. Me embargaba la locura del guerrero y los brazos no sentían ni dolor ni peso alguno. Acabé con otros dos soldados con otro movimiento de mi martillo antes de que las primeras líneas imperiales empezaran a flaquear. Muchos de sus muros de escudos fueron sorprendidos antes de agruparse y se replegaron al amparo de la segunda línea de infantería. Éstos habían aprovechado el caos inicial para formar su propio muro. Sus oficiales ya se habían dado cuenta de que la mayor parte de nuestra infantería no había bajado la colina y a través de sus vigías descubrieron que se trataban de civiles desarmados. Varios mensajeros salieron corriendo para informar de la farsa a sus mariscales, que observaban la batalla desde una estructura de madera parecida a una torre vigía.
Ordené a mis hombres formar un gran muro de escudos. No éramos los suficientes para dividirnos y pronto las formaciones enemigas tratarían de maniobrar para envolvernos en un movimiento de pinza. Fue una extraña pausa en medio del combate. Un breve respiro en el que ambas tropas se reagrupaban para reiniciar el combate. Ahora todos estábamos enfangados y aunque ellos estarían más cansados y sus movimientos eran más lentos, a su favor tenían una superioridad numérica abrumadora. Entonces, los dos muros de escudos chocaron

domingo, 18 de septiembre de 2011

HISTORIA: LA BATALLA DE CAUC II

El gorjeo de los dodos me despertó antes del amanecer. Apenas pude dormir tres o cuatro horas por culpa del ruido de aquellos horribles pájaros. Salí de mi tienda y me envolvió un olor agrio, mezcla de cientos de hogueras, ganado y de vómitos de la noche anterior. En el campamento todavía se oían los ronquidos de la tropa que dormía a mí alrededor. Todavía faltaba una hora para la diana. Aun así, algunos de mis hombres se encontraban rezando con el alba. Otros bruñían sus espadas y armaduras con una delicadeza casi sensual. Observé el campo que se extendía a mis pies una vez más. Allí enfrente continuaban acampadas las tropas del Septarca. En lo profundo de mi corazón, una inocencia, quizás estupidez infantil, soñaba que al despertar todos aquellos soldados se hubieran marchado por los caminos de Tauris con el rabo entre las piernas. Pero sólo era un sueño. Su campamento permanecía allí y dentro de poco se empezaría a despertar al igual que un oso después de la hibernación. Con lentitud pero con un hambre atroz.
Avanzaba a paso ligero con mi imponente armadura. Era una coraza de acero pavonado que apenas dejaba una rendija de espacio libre para el movimiento de las articulaciones. Tenía talladas con maestría las escamas de un saurio y el casco asemejaba la cabeza de un enorme tirano, con sus amenazantes colmillos sobresaliendo de entre sus fauces. Iba armado con un enorme martillo de guerra de dos manos, lo que me confería un aspecto salvaje. Según avanzaba, los hombres se apartaban de mi paso, sobrecogidos por un miedo irracional que les hacía alejarse de aquella bestia de músculo y metal en la que me había convertido.
Conforme llegaba a la vanguardia de mi ejército, los soldados empezaron a lanzarme sus vítores. Su espíritu se alegraba al ver a su señor, dirigiéndose para encabezarlos. El despliegue se había realizado ordenadamente. En la colina estaba la infantería más veterana, entremezclada con varios miles de civiles de Cauc que debían hacer bulto. El objetivo era que las tropas imperiales pensaran que todo el grueso de nuestro ejército se encontraba en la colina y trataran de flanquearnos con su caballería. La realidad era que la mayor parte de nuestros hombres se encontraban al otro lado de la montaña, dispuestos para frenar el ataque de sus caballos y proteger la ciudad. Mientras, la escasa caballería que nos acompañaba estaría entre ambas para apoyar allí donde fuera necesario. Tenía la promesa de que en algún momento de la batalla el señor de Tucc aparecería por la retaguardia del Septarca. Desde hacía varios días había sido imposible la comunicación con el norte, puesto que las patrullas enemigas hubieran capturado a cualquier mensajero que hubiese tratado de infiltrarse entre sus líneas. Sólo quedaba esperar que Pannias cumpliera su juramento y compareciese en la batalla.
Cuando llegué a la primera línea me quité el yelmo. Respiré profundamente y miré a los ojos de aquellos muchachos que pronto matarían y morirían por mí. Empecé una arenga, les hablé de la valentía que anida en el corazón de todo hombre. De la libertad, el honor y muchas de las frases vacías que inflaman el corazón de los guerreros. Y por supuesto les recordé las horribles consecuencias de una derrota. Sus mujeres e hijos convertidos en prostitutas y esclavos. Sus casas reducidas a cenizas y sus cuerpos mancillados por las bestias. Un discurso mezcla de orgullo y miedo que acabó en una algarabía de gritos enfervorecidos, intensificados por el entrechocar de los escudos con sus armas.
Me enfundé nuevamente el casco y clavé en el suelo una pica coronada con la bandera que habíamos adoptado como enseña de la unión de nuestros pueblos. Un fuerte viento de levante empezó a revolverla con furia, mientras empezaron a llegar los golpes rítmicos de cientos de tambores provenientes desde el campo enemigo. Sus tropas empezaban a desplegarse.